Alfredo Enrique Arroyave Díaz
Horas antes, ‘Pecheta’ -como le decían desde niño- pidió un jugo de naranja. Disfrutó de su último pedazo de torta de zucchini y bebió un vaso de leche. Sus hijos William, Noris, Yasmelly y Alfredo estuvieron ahí cuando dio su último aliento. Su esposa, Elizabeth Hernández, le tomaba de la mano. ‘El Colorado’ lo había organizado todo: le recomendó a su hija Noris que buscara al pintor Párraga, para que pintara su tumba y para que, de paso, retocara el sitio. Su cuerpo debía descansar con dignidad. Alfredo Enrique Arroyave Díaz había ajustado 69 años cuando el día llegó, el lunes 6 de abril. Alcanzó a llamar a tiempo a sus hermanos, a sus cuatro hijos, a su nieto Luciano, y pudo despedirse de todos. “Siempre tenía todo bajo control, incluso cuando parecía que no”, cuenta Noris, para quien su padre es su mejor amigo. “Es”. Ella habla de su papá en presente, porque lo siente vivo. Hijo de Leonor Díaz Valle y de Alfredo Arroyave De la Torre -uno de los mejores basquetbolistas que ha tenido Ecuador-, Alfredo nació en Guayaquil, vivió parte de su infancia en Ancón y luego volvió al puerto. Estudió en el colegio Aguirre Abad y más tarde viajó a Venezuela con una beca del gobierno de Guillermo Rodríguez Lara para hacerse ingeniero petrolero en la Universidad del Zulia. A cualquier persona que le haya dado la mano en la vida -decía- uno nunca termina de pagarle y devolverle la mano. “Murió superfeliz”, cuenta Noris, seguro como siempre de que las pequeñas acciones son las que cambian a la sociedad.

